Nuestro director, Valentin Perea Acevedo,
nos envía este cuento, escrito para la pequeña Valentina, que a sus 28
días de nacida no deja de llorar por las noches. Un gran abrazo Lectores
de México.
Cuentos para Valentina
El niño Platón
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Cuentos para Valentina
El niño Platón
Te voy a contar Valentina la historia del niño Platón. Este niño tenía
10 años y vivía en la ciudad de Atenas, en esa ciudad que se creía el
centro del mundo y en cierto modo lo era, porque en ella habían vivido
grandes hombres como Sócrates, Fidias y Pericles. Pero eso te lo contaré
otra noche, porque hoy es domingo y mañana debemos trabajar desde
temprano.
El niño Platón era muy inquieto y tenía las manos muy grandes; le encantaba recorrer las murallas de la ciudad y recoger guijarros en su manto. Aquella mañana llevaba puesto un manto color naranja que daba a los cabellos ensortijados del muchacho un tono rojizo. El niño Platón había ido con Períctiona, su madre, al gran mercado de la ciudad, allí había visto cosas inimaginables como las telas brillosas de Babilonia, esculturas doradas de Egipto, cerámica de Creta y huevos de codorniz en miel, que eran un platillo delicioso venido de más allá del mar. Pero lo que más llamó la atención al niño fue la voz de un merolico que aseguraba vender huevos de una especie alada de serpiente.
Fueron lágrimas y un gran berrinche lo que costó a Platón obtener ese huevo, ante las negativas de su madre que terminó cediendo frente la obstinación del hijo. Así, iba Platón con su huevo en el regazo, mismo que apenas cubría con sus dos manos; precioso tesoro, imaginaba, del que surgiría una mascota alada, que amarraría con una cuerda para sorpresa de niños no sólo de Atenas, sino incluso de Esparta y Tebas, es decir, del mundo entero.
Caminaba el niño entre sus sueños cuando tropezó con una piedra del camino, y el huevo rodando de sus manos, se estrelló precipitadamente en el suelo haciéndose añicos. Extrañamente para su madre, el niño no lloró, miró con tristeza su mascota perdida, y sin dilación corrió a tomar la mano de su aya, que le esperaba unos pasos adelante.
En la mesa, la madre comentó a Aristón, su esposo, la conducta extravagante del niño. El padre preguntó la causa de tal proceder; Platón contestó: “puede ser, padre, que yo creyese que era un huevo de serpiente alada, como esas que describe Herodoto en sus historias, lo que me haría el dueño de una mascota fabulosa y la envidia de todos los niños; pero también cabría la posibilidad de que fuese un simple huevo de codorniz pintado por un vendedor ventajoso, lo cual me hubiera convertido en el hazmerreir de todos a mi alrededor. Los dioses al hacerme caer me han privado de mi serpiente pero también me han evitado la vergüenza pública”. Aristón miró a su hijo y le dio una suave palmada en su espalda. Una gran palmada, si quieres llamarle así Valentina, pues Platón tenía la espalda muy ancha.
El niño Platón era muy inquieto y tenía las manos muy grandes; le encantaba recorrer las murallas de la ciudad y recoger guijarros en su manto. Aquella mañana llevaba puesto un manto color naranja que daba a los cabellos ensortijados del muchacho un tono rojizo. El niño Platón había ido con Períctiona, su madre, al gran mercado de la ciudad, allí había visto cosas inimaginables como las telas brillosas de Babilonia, esculturas doradas de Egipto, cerámica de Creta y huevos de codorniz en miel, que eran un platillo delicioso venido de más allá del mar. Pero lo que más llamó la atención al niño fue la voz de un merolico que aseguraba vender huevos de una especie alada de serpiente.
Fueron lágrimas y un gran berrinche lo que costó a Platón obtener ese huevo, ante las negativas de su madre que terminó cediendo frente la obstinación del hijo. Así, iba Platón con su huevo en el regazo, mismo que apenas cubría con sus dos manos; precioso tesoro, imaginaba, del que surgiría una mascota alada, que amarraría con una cuerda para sorpresa de niños no sólo de Atenas, sino incluso de Esparta y Tebas, es decir, del mundo entero.
Caminaba el niño entre sus sueños cuando tropezó con una piedra del camino, y el huevo rodando de sus manos, se estrelló precipitadamente en el suelo haciéndose añicos. Extrañamente para su madre, el niño no lloró, miró con tristeza su mascota perdida, y sin dilación corrió a tomar la mano de su aya, que le esperaba unos pasos adelante.
En la mesa, la madre comentó a Aristón, su esposo, la conducta extravagante del niño. El padre preguntó la causa de tal proceder; Platón contestó: “puede ser, padre, que yo creyese que era un huevo de serpiente alada, como esas que describe Herodoto en sus historias, lo que me haría el dueño de una mascota fabulosa y la envidia de todos los niños; pero también cabría la posibilidad de que fuese un simple huevo de codorniz pintado por un vendedor ventajoso, lo cual me hubiera convertido en el hazmerreir de todos a mi alrededor. Los dioses al hacerme caer me han privado de mi serpiente pero también me han evitado la vergüenza pública”. Aristón miró a su hijo y le dio una suave palmada en su espalda. Una gran palmada, si quieres llamarle así Valentina, pues Platón tenía la espalda muy ancha.