Por Alfonso Vázquez Salazar
En el año de 1939, justo cuando Jota Carlos Onetti –como le gustaba escuchar su nombre, según las palabras de su hijo Jorge– tenía 29 años de edad escribió de un tirón y sin parar El pozo, novela emblemática de la narrativa del escritor uruguayo que, además de ser la primera de sus novelas, nos instala de inmediato en un ambiente sórdido donde la ensoñación de su personaje central y voz única: Eladio Linacero, así como su particular manera de posicionarse frente al mundo –“Todo en la vida es mierda…” / “Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos”– revelan, a su vez, la voz de un escritor dueño ya de un estilo literario y de una madurez narrativa que iría poco a poco ratificando en territorios ficcionales cada vez más vastos e impresionantes.
Con El Pozo, la blasfemia, la imprecación y el realismo más despiadado adquieren grados canónicos de lucidez y de maestría en la literatura de Hispanoamérica; además, el estilo que emplea Onetti es descarnado e incisivo, pero también fuertemente impregnado de recursos poéticos que nunca alardean de más y que son de tal forma contenidos que asientan la palabra exacta para que toda la proposición o el párrafo sea más corrosivo y contundente.
Mucho se ha dicho de esta novela, aunque siendo sinceros nunca lo suficiente: El Pozo es una de esas obras realmente portentosas que inauguran de manera inmejorable el camino de una sensibilidad literaria renuente a los destellos de la novedad pero también a las deslucidas murallas del pasado, donde el escritor avanza siéndole fiel a su tema: la confesión, con todas las luces y las sombras que pueda llevar un acontecimiento de esta naturaleza, debatiéndose entre sus momentos extáticos y también entre los más sórdidos o los más ruines.
Y más precisamente, el gran tema de El Pozo es la confesión de un alma –como lo dirá el propio Onetti en la novela–, que ante la necesidad de mostrarse a ella misma en un ejercicio no exento de crueldad y autoconocimiento, se sabe de antemano vulnerable y con la capacidad de ser derrotada, y peor aún, humillada al exponerse ante los otros en un mundo donde “no hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza”.
Esta alma se abre paso en la noche de cualquier ciudad del mundo a través de la escritura –porque cualquiera de las ciudades de nuestro mundo moderno puede ser la urbe de Eladio Linacero–; pero la podemos colocar por elección propia en Montevideo o en Buenos Aires, o en una ciudad imaginaria creada 11 años después por Onetti en otra de sus novelas decisivas y hecha a la semejanza de las dos ciudades anteriores: “Santa María” donde el desasosiego, el fracaso y el hastío son los componentes vitales de esta mítica urbe tan parecida a sus referentes reales y que empuja a las almas que la habitan a debatirse y a enfrentarse a ese ambiente hostil e incomprensible.
El proyecto de El Pozo es sencillo y desconcertante: “Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños.” En efecto, se puede decir que en esta novela se revela el inquietante y apremiante derecho a expresar aquellos estados de ensoñación y a otorgarles el mismo estatuto de verdad del que gozan los sucesos o los “hechos reales”, señalando que unos y otros son tan verdaderos como la vida misma y que si son igual de crueles y de admirables es porque se nutren los unos de los otros como esas serpientes míticas que se devoran terriblemente a sí mismas.
Y desde luego que, como se ha dicho hasta el cansancio, El Pozo es la piedra fundacional de esa nueva novela que se afianzará en toda América Latina a lo largo del siglo XX y que inaugura la modernidad en un territorio donde, como lo ha señalado Mario Vargas Llosa, dominaba el costumbrismo y la complacencia de los escritores con los supuestos temas locales y folklóricos.
Lo indudable es que con El Pozo estamos frente a una de esas obras maestras que nos muestran de cuerpo entero a un escritor en pleno dominio de su oficio y con una concepción ya suficientemente elaborada sobre él, y que todavía daría mucho de qué hablar en los caminos de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Tan sólo recordemos lo que Onetti le decía a Vargas Llosa sobre su peculiar concepción de la escritura, cuando éste señalaba que tenía una disciplina férrea y fanática para escribir, que se levantaba cada mañana y desde temprana hora comenzaba a trabajar, ya que cada día tenía que producir al menos diez cuartillas: “Vos tenés una relación conyugal con la literatura” le decía Onetti, “como buen marido tenés que cumplirle, yo en cambio tengo una relación de amante, cuando me viene el deseo escribo.”
Una historia sencilla
La historia de El pozo es sencilla: Eladio Linacero, a punto de cumplir cuarenta años, evoca los detalles más inesperados de su vida en un cuarto mugriento donde vive junto a un obrero militante del Partido Comunista. La descripción que hace Onetti del cuarto –que es la descripción con la que arranca inmejorablemente la novela– y la atmósfera que logra crear a través de ella, es realmente excepcional:
A partir de ahí, y de la conciencia de que ese mundo cotidiano en el que Eladio Linacero vive y se desenvuelve –un mundo literalmente retorcido, incompleto y decadente–, el mismo personaje toma conciencia de su propio proceso inevitable de descomposición y percibe de manera sorpresiva el modo en que la corrupción se ha instalado de manera fulminante en el centro mismo de su realidad.
Esta sorpresa que obsequia la ocurrencia repentina de ver el cuarto por primera vez, y la conciencia de estar viviendo en un lugar donde la miseria y la suciedad se imponen, no deja de causarle una fascinación extraña que se volverá recurrente en toda la novela y que no cesará de llamarle la atención, como cuando evoca más adelante el lugar en el que se reúne con Hanka, su amante casi adolescente, y describe con una minuciosidad extrema aquellos aspectos de los reservados que lo remiten siempre a un extraño vínculo con la suciedad y con una peculiar atracción hacia ella:
Entraba mucho frío en el reservado con cerco de cañas y enredaderas. Me
acuerdo de que las voces que llegaban traían una sensación de soledad, de
pampa despoblada. Había un caño embutido en la pared de ladrillos, bastante
estropeada. La botella de cerveza estaba vacía, la mesa y las sillas, de hierro,
sucias de polvo y llenas de manchas. ¿Por qué me fijaba en todo aquello, yo, a
quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni la belleza de las cosas?
La mugre, las sillas despatarradas, los diarios amarillentos que ocupan los vidrios, así como las botellas de cerveza vacías, las manchas de las mesas de hierro y otra vez el polvo de las sillas, son elementos que componen cuadros narrativos afines a la decadencia. Y si a ello le añadimos la evocación del hombro izquierdo de una puta: enrojecido, irritado, a causa del frote que le hacen los veinte hombres que la visitan a diario para tener sexo con ella y que no se afeitan, nos otorga un punto de arranque de fuerte crudeza y de una intensidad densísima.
En El pozo, pues, la historia de un alma se abre paso en la noche y se hunde en ella, en su espesura, en su profundidad, pero esta noche en que se hunde es la noche del alma de Eladio Linacero: oscura, amarga, profundamente hostil al mundo, e injuriante. El hastío es el detonador de la narración y se percibe inmediatamente cuando Eladio Linacero se huele alternadamente las axilas adivinando una mueca de asco en su cara y comprende de golpe, como en La Metamorfosis de Kafka, que se ha convertido en un insecto humano, en un ser arruinado que vive en un entorno decadente.
Después vienen las otras imágenes: los otros “sucesos”. Eladio Linacero comienza a escribir en esa misma noche sus memorias “porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años”, con la conciencia de que no hará literatura ni nada que se le parezca porque de antemano se declara incompetente: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo”, y que lo que escribe no será otra cosa que una confesión: “las extraordinarias confesiones de Eladio Linacero”, mismas que desarrollará a partir de sus recuerdos, de sus evocaciones pero también de los extraños “sucesos” o “imágenes” –“aventuras” también las llama él– que vienen a visitarlo noche con noche, y que no son más que ensoñaciones en donde él mismo aparece haciendo las veces de un marinero, de un contrabandista o de un trabajador de aserradero en los lugares más exóticos y más imposibles, y no por ello menos sórdidos.
La cabaña de troncos y el arte de mentir bien la verdad
Pero acaso de estas imágenes o sucesos que vienen a buscarlo, hay una decisiva, recurrente, que como un fantasma recorrerá persistentemente la novela: el fantasma de Ana María y la aventura de la cabaña de troncos.
Esta evocación de Linacero refiere a un evento que tuvo lugar en su adolescencia, cuando contaba con unos quince o dieciséis años. Ahí se encuentra en la noche de un 31 de Diciembre, justo a punto de comenzar el año nuevo –imagen onettiana por excelencia que se repite en Justo el treinta y uno y en Dejemos hablar al viento–, cuando apartándose de la fiesta familiar sale a tomar el aire. En el camino se encuentra con Ana María, a la que intercepta y lleva con engaños a la casa del jardinero que se ubica en medio del bosque, prometiéndole que ahí verán a Arsenio, un amigo común al que ella admira; pero cuando llegan a la casa no hay nadie y Ana María, al darse cuenta de la estafa, intenta huir y en su desesperación golpea a Linacero, propiciando que el haga lo mismo con ella y que la humille sexualmente “sin deseo” y sin llegar a violarla.
Pocos meses después Ana María muere y su imagen sigue obsesionando a Linacero hasta el punto de hacerla venir de manera inconsciente en las noches en que se pone a imaginar un mundo distinto.
Las razones de la agresión a Ana María no son sexuales, más bien se deben a la manera tan sumisa en que la muchacha lo ha seguido y ha caído en la trampa. A Linacero le fastidia que Ana María haya creído en su mentira de una manera tan fácil –“Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a creerla”–, y a partir de esa conciencia no puede dejar de sentirle odio, una actitud que se va sintiendo desde el primer momento de la evocación –“Puede parecer mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana María –por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de la cabeza– supe todo lo que iba a pasar esa noche.”– y que adquiere una mayor tonalidad cuando el hecho está a punto de ser consumado: “Le tenía lástima, compadeciéndola por ser tan estúpida, por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio”.
Este punto es importante para toda la concepción de la escritura que desarrollará Onetti en su narrativa: la mentira es el arte supremo que todo escritor que se precie de serlo debe dominar, y uno tiene que alejarse lo más posible de la verdad porque ésta miente, esconde los motivos, colapsa los sentimientos y destruye toda espontaneidad. Así uno de los mandamientos de Onetti es precisamente ese: “mentir siempre” (“la literatura es eso: mentir bien la verdad”), y se debe mentir bien porque decir la verdad de manera literal, es lo más ramplón y repugnante que podamos hacer, es hacer una mera relación de hechos tan mecánica como completamente hueca, desnuda de los sentimientos y de los referentes –extraordinarios o maravillosos– que impulsan a cometer cualquier acto humano –de amor o de odio– por irracional o anormal que sea:
Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es
decir la verdad, toda la verdad, ignorando el alma de los hechos. Porque los
hechos son recipientes vacíos, son recipientes que tomarán la forma del
sentimiento que los llene.
La mentira para Onetti es la esencia de la literatura, la verdad no dice nada para él: es un mero registro de mentiras porque siempre desvían los verdaderos sentimientos y no muestran el alma de esos hechos que se están narrando. La verdad es tan obscena como un corte quirúrgico para determinar la causa del deceso en un cadáver. Es algo frío y obstinado, inútil. La mentira es fundamental para conseguir los propósitos de todo escritor. Eladio Linacero lo sabe y se odia por saber que otros, como Ana María, lo ignoran.
El francotirador
El Pozo es entonces algo más que una novela, es el alegato, la declaración de principios de un escritor frente al mundo, donde expone las leyes de su escritura y su concepción particular de los hombres en él:
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban,
como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y
el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo
blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas,
con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa
remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente,
toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Fernando Curiel afirma que la verdadera declaración de principios o el programa de Onetti se encuentra en los artículos escritos en Marcha, firmados como Periquito, el aguador o Grucho Marx (sin la o), y que el ejemplo en donde se llevan a la práctica esos principios es El Pozo. Considerando todas las afirmaciones lúcida y desgarradoramente escritas en El Pozo, y con el afán de polemizar, puedo sostener que El Pozo mismo es el programa con el que Onetti despliega su plan de escritura: en él se contiene un código, una atmósfera, un estilo, una preceptiva y una actitud.
Efectivamente, es un ejemplar vivo donde se ponen en práctica alguna de sus ideas expuestas con anterioridad, pero es algo más que eso: es un cuerpo viviente que integra todas aquellas dimensiones que un escritor en formación –pero con una madurez única, propia de los genios– desarrollará hasta las últimas consecuencias en toda esa hermosa devastación que constituye su narrativa.
El Pozo, pues, es la condensación de un mundo, de una sensibilidad y de una escritura. Si Juan Carlos Onetti titulaba su columna en el semanario Marcha como La piedra en el charco, y sostenía que la misión de todo escritor era persistir y abrirse camino entre la sombra del monte y los arbustos enanos, podemos afirmar que El Pozo es esa piedra lanzada al charco impasible de la literatura hispanoamericana de principios del siglo XX y que buena falta le hace ser nuevamente estremecida por ese pájaro nocturno, por ese francotirador que firmaba como J.C. Onetti.
En algunos escritores se puede hablar de “obras maestras”, de una “novela representativa”, pero en Onetti, toda su obra constituye una cumbre: una cumbre que no se había visto en Hispanoamérica desde los tiempos y los espacios de El Quijote, y esa cumbre victoriosa comienza –qué paradoja– en El Pozo.
Así se explica el orden de la literatura: una de sus cumbres comienza con un descenso a los infiernos, con una excavación en el alma humana, representada por Eladio Linacero, exaltada por Juan Carlos Onetti, donde esa alma que afirma que siente asco por todo es capaz también de imaginar las situaciones más inverosímiles y de captar de golpe la ternura y la belleza en cualquier situación de la vida cotidiana.
El mundo de Onetti está pues condensado en El Pozo: las prostitutas, la mugre, los países lejanos pero tan próximos a Montevideo o Buenos Aires –por la fuerte ola migratoria– la relación entre la literatura y la vida, la crítica a aquellos escritores demasiado cerebrales, la supremacía del sentir sobre el pensamiento: “Qué fuerza de realidad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga”, la tierna misoginia, la maravilla y el carácter inexplicable del amor, la santificación de la mentira, la certeza de que la plenitud de la vida es la juventud y de que ésta pasa rápido.
Todo el mundo de Onetti que posteriormente desarrollará en toda su novelística está concentrado en El Pozo, y el mismo Onetti de cuerpo entero está retratado en la figura de Eladio Linacero. De hecho la mejor manera de adentrarse en el mundo onettiano es leer de un tirón y preferentemente en la noche más densa o en la madrugada más insomne, tal y como Onetti la escribió, a esta novela inagotable que se ha mantenido invicta a lo largo de las décadas perdidas de nuestro siglo y del anterior.
Texto publicado originalmente en la Revista Viento en Vela
En el año de 1939, justo cuando Jota Carlos Onetti –como le gustaba escuchar su nombre, según las palabras de su hijo Jorge– tenía 29 años de edad escribió de un tirón y sin parar El pozo, novela emblemática de la narrativa del escritor uruguayo que, además de ser la primera de sus novelas, nos instala de inmediato en un ambiente sórdido donde la ensoñación de su personaje central y voz única: Eladio Linacero, así como su particular manera de posicionarse frente al mundo –“Todo en la vida es mierda…” / “Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos”– revelan, a su vez, la voz de un escritor dueño ya de un estilo literario y de una madurez narrativa que iría poco a poco ratificando en territorios ficcionales cada vez más vastos e impresionantes.
Con El Pozo, la blasfemia, la imprecación y el realismo más despiadado adquieren grados canónicos de lucidez y de maestría en la literatura de Hispanoamérica; además, el estilo que emplea Onetti es descarnado e incisivo, pero también fuertemente impregnado de recursos poéticos que nunca alardean de más y que son de tal forma contenidos que asientan la palabra exacta para que toda la proposición o el párrafo sea más corrosivo y contundente.
Mucho se ha dicho de esta novela, aunque siendo sinceros nunca lo suficiente: El Pozo es una de esas obras realmente portentosas que inauguran de manera inmejorable el camino de una sensibilidad literaria renuente a los destellos de la novedad pero también a las deslucidas murallas del pasado, donde el escritor avanza siéndole fiel a su tema: la confesión, con todas las luces y las sombras que pueda llevar un acontecimiento de esta naturaleza, debatiéndose entre sus momentos extáticos y también entre los más sórdidos o los más ruines.
Y más precisamente, el gran tema de El Pozo es la confesión de un alma –como lo dirá el propio Onetti en la novela–, que ante la necesidad de mostrarse a ella misma en un ejercicio no exento de crueldad y autoconocimiento, se sabe de antemano vulnerable y con la capacidad de ser derrotada, y peor aún, humillada al exponerse ante los otros en un mundo donde “no hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza”.
Esta alma se abre paso en la noche de cualquier ciudad del mundo a través de la escritura –porque cualquiera de las ciudades de nuestro mundo moderno puede ser la urbe de Eladio Linacero–; pero la podemos colocar por elección propia en Montevideo o en Buenos Aires, o en una ciudad imaginaria creada 11 años después por Onetti en otra de sus novelas decisivas y hecha a la semejanza de las dos ciudades anteriores: “Santa María” donde el desasosiego, el fracaso y el hastío son los componentes vitales de esta mítica urbe tan parecida a sus referentes reales y que empuja a las almas que la habitan a debatirse y a enfrentarse a ese ambiente hostil e incomprensible.
El proyecto de El Pozo es sencillo y desconcertante: “Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños.” En efecto, se puede decir que en esta novela se revela el inquietante y apremiante derecho a expresar aquellos estados de ensoñación y a otorgarles el mismo estatuto de verdad del que gozan los sucesos o los “hechos reales”, señalando que unos y otros son tan verdaderos como la vida misma y que si son igual de crueles y de admirables es porque se nutren los unos de los otros como esas serpientes míticas que se devoran terriblemente a sí mismas.
Y desde luego que, como se ha dicho hasta el cansancio, El Pozo es la piedra fundacional de esa nueva novela que se afianzará en toda América Latina a lo largo del siglo XX y que inaugura la modernidad en un territorio donde, como lo ha señalado Mario Vargas Llosa, dominaba el costumbrismo y la complacencia de los escritores con los supuestos temas locales y folklóricos.
Lo indudable es que con El Pozo estamos frente a una de esas obras maestras que nos muestran de cuerpo entero a un escritor en pleno dominio de su oficio y con una concepción ya suficientemente elaborada sobre él, y que todavía daría mucho de qué hablar en los caminos de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Tan sólo recordemos lo que Onetti le decía a Vargas Llosa sobre su peculiar concepción de la escritura, cuando éste señalaba que tenía una disciplina férrea y fanática para escribir, que se levantaba cada mañana y desde temprana hora comenzaba a trabajar, ya que cada día tenía que producir al menos diez cuartillas: “Vos tenés una relación conyugal con la literatura” le decía Onetti, “como buen marido tenés que cumplirle, yo en cambio tengo una relación de amante, cuando me viene el deseo escribo.”
Una historia sencilla
La historia de El pozo es sencilla: Eladio Linacero, a punto de cumplir cuarenta años, evoca los detalles más inesperados de su vida en un cuarto mugriento donde vive junto a un obrero militante del Partido Comunista. La descripción que hace Onetti del cuarto –que es la descripción con la que arranca inmejorablemente la novela– y la atmósfera que logra crear a través de ella, es realmente excepcional:
Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo
veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios
tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los
vidrios. Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde
mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las
tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear
las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas.
Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una
mueca de asco en la cara.
veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios
tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los
vidrios. Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde
mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las
tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear
las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas.
Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una
mueca de asco en la cara.
A partir de ahí, y de la conciencia de que ese mundo cotidiano en el que Eladio Linacero vive y se desenvuelve –un mundo literalmente retorcido, incompleto y decadente–, el mismo personaje toma conciencia de su propio proceso inevitable de descomposición y percibe de manera sorpresiva el modo en que la corrupción se ha instalado de manera fulminante en el centro mismo de su realidad.
Esta sorpresa que obsequia la ocurrencia repentina de ver el cuarto por primera vez, y la conciencia de estar viviendo en un lugar donde la miseria y la suciedad se imponen, no deja de causarle una fascinación extraña que se volverá recurrente en toda la novela y que no cesará de llamarle la atención, como cuando evoca más adelante el lugar en el que se reúne con Hanka, su amante casi adolescente, y describe con una minuciosidad extrema aquellos aspectos de los reservados que lo remiten siempre a un extraño vínculo con la suciedad y con una peculiar atracción hacia ella:
Entraba mucho frío en el reservado con cerco de cañas y enredaderas. Me
acuerdo de que las voces que llegaban traían una sensación de soledad, de
pampa despoblada. Había un caño embutido en la pared de ladrillos, bastante
estropeada. La botella de cerveza estaba vacía, la mesa y las sillas, de hierro,
sucias de polvo y llenas de manchas. ¿Por qué me fijaba en todo aquello, yo, a
quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni la belleza de las cosas?
La mugre, las sillas despatarradas, los diarios amarillentos que ocupan los vidrios, así como las botellas de cerveza vacías, las manchas de las mesas de hierro y otra vez el polvo de las sillas, son elementos que componen cuadros narrativos afines a la decadencia. Y si a ello le añadimos la evocación del hombro izquierdo de una puta: enrojecido, irritado, a causa del frote que le hacen los veinte hombres que la visitan a diario para tener sexo con ella y que no se afeitan, nos otorga un punto de arranque de fuerte crudeza y de una intensidad densísima.
En El pozo, pues, la historia de un alma se abre paso en la noche y se hunde en ella, en su espesura, en su profundidad, pero esta noche en que se hunde es la noche del alma de Eladio Linacero: oscura, amarga, profundamente hostil al mundo, e injuriante. El hastío es el detonador de la narración y se percibe inmediatamente cuando Eladio Linacero se huele alternadamente las axilas adivinando una mueca de asco en su cara y comprende de golpe, como en La Metamorfosis de Kafka, que se ha convertido en un insecto humano, en un ser arruinado que vive en un entorno decadente.
Después vienen las otras imágenes: los otros “sucesos”. Eladio Linacero comienza a escribir en esa misma noche sus memorias “porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años”, con la conciencia de que no hará literatura ni nada que se le parezca porque de antemano se declara incompetente: “Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo”, y que lo que escribe no será otra cosa que una confesión: “las extraordinarias confesiones de Eladio Linacero”, mismas que desarrollará a partir de sus recuerdos, de sus evocaciones pero también de los extraños “sucesos” o “imágenes” –“aventuras” también las llama él– que vienen a visitarlo noche con noche, y que no son más que ensoñaciones en donde él mismo aparece haciendo las veces de un marinero, de un contrabandista o de un trabajador de aserradero en los lugares más exóticos y más imposibles, y no por ello menos sórdidos.
La cabaña de troncos y el arte de mentir bien la verdad
Pero acaso de estas imágenes o sucesos que vienen a buscarlo, hay una decisiva, recurrente, que como un fantasma recorrerá persistentemente la novela: el fantasma de Ana María y la aventura de la cabaña de troncos.
Esta evocación de Linacero refiere a un evento que tuvo lugar en su adolescencia, cuando contaba con unos quince o dieciséis años. Ahí se encuentra en la noche de un 31 de Diciembre, justo a punto de comenzar el año nuevo –imagen onettiana por excelencia que se repite en Justo el treinta y uno y en Dejemos hablar al viento–, cuando apartándose de la fiesta familiar sale a tomar el aire. En el camino se encuentra con Ana María, a la que intercepta y lleva con engaños a la casa del jardinero que se ubica en medio del bosque, prometiéndole que ahí verán a Arsenio, un amigo común al que ella admira; pero cuando llegan a la casa no hay nadie y Ana María, al darse cuenta de la estafa, intenta huir y en su desesperación golpea a Linacero, propiciando que el haga lo mismo con ella y que la humille sexualmente “sin deseo” y sin llegar a violarla.
Pocos meses después Ana María muere y su imagen sigue obsesionando a Linacero hasta el punto de hacerla venir de manera inconsciente en las noches en que se pone a imaginar un mundo distinto.
Las razones de la agresión a Ana María no son sexuales, más bien se deben a la manera tan sumisa en que la muchacha lo ha seguido y ha caído en la trampa. A Linacero le fastidia que Ana María haya creído en su mentira de una manera tan fácil –“Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a creerla”–, y a partir de esa conciencia no puede dejar de sentirle odio, una actitud que se va sintiendo desde el primer momento de la evocación –“Puede parecer mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana María –por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de la cabeza– supe todo lo que iba a pasar esa noche.”– y que adquiere una mayor tonalidad cuando el hecho está a punto de ser consumado: “Le tenía lástima, compadeciéndola por ser tan estúpida, por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio”.
Este punto es importante para toda la concepción de la escritura que desarrollará Onetti en su narrativa: la mentira es el arte supremo que todo escritor que se precie de serlo debe dominar, y uno tiene que alejarse lo más posible de la verdad porque ésta miente, esconde los motivos, colapsa los sentimientos y destruye toda espontaneidad. Así uno de los mandamientos de Onetti es precisamente ese: “mentir siempre” (“la literatura es eso: mentir bien la verdad”), y se debe mentir bien porque decir la verdad de manera literal, es lo más ramplón y repugnante que podamos hacer, es hacer una mera relación de hechos tan mecánica como completamente hueca, desnuda de los sentimientos y de los referentes –extraordinarios o maravillosos– que impulsan a cometer cualquier acto humano –de amor o de odio– por irracional o anormal que sea:
Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es
decir la verdad, toda la verdad, ignorando el alma de los hechos. Porque los
hechos son recipientes vacíos, son recipientes que tomarán la forma del
sentimiento que los llene.
La mentira para Onetti es la esencia de la literatura, la verdad no dice nada para él: es un mero registro de mentiras porque siempre desvían los verdaderos sentimientos y no muestran el alma de esos hechos que se están narrando. La verdad es tan obscena como un corte quirúrgico para determinar la causa del deceso en un cadáver. Es algo frío y obstinado, inútil. La mentira es fundamental para conseguir los propósitos de todo escritor. Eladio Linacero lo sabe y se odia por saber que otros, como Ana María, lo ignoran.
El francotirador
El Pozo es entonces algo más que una novela, es el alegato, la declaración de principios de un escritor frente al mundo, donde expone las leyes de su escritura y su concepción particular de los hombres en él:
Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban,
como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y
el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo
blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas,
con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa
remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente,
toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso.
Fernando Curiel afirma que la verdadera declaración de principios o el programa de Onetti se encuentra en los artículos escritos en Marcha, firmados como Periquito, el aguador o Grucho Marx (sin la o), y que el ejemplo en donde se llevan a la práctica esos principios es El Pozo. Considerando todas las afirmaciones lúcida y desgarradoramente escritas en El Pozo, y con el afán de polemizar, puedo sostener que El Pozo mismo es el programa con el que Onetti despliega su plan de escritura: en él se contiene un código, una atmósfera, un estilo, una preceptiva y una actitud.
Efectivamente, es un ejemplar vivo donde se ponen en práctica alguna de sus ideas expuestas con anterioridad, pero es algo más que eso: es un cuerpo viviente que integra todas aquellas dimensiones que un escritor en formación –pero con una madurez única, propia de los genios– desarrollará hasta las últimas consecuencias en toda esa hermosa devastación que constituye su narrativa.
El Pozo, pues, es la condensación de un mundo, de una sensibilidad y de una escritura. Si Juan Carlos Onetti titulaba su columna en el semanario Marcha como La piedra en el charco, y sostenía que la misión de todo escritor era persistir y abrirse camino entre la sombra del monte y los arbustos enanos, podemos afirmar que El Pozo es esa piedra lanzada al charco impasible de la literatura hispanoamericana de principios del siglo XX y que buena falta le hace ser nuevamente estremecida por ese pájaro nocturno, por ese francotirador que firmaba como J.C. Onetti.
En algunos escritores se puede hablar de “obras maestras”, de una “novela representativa”, pero en Onetti, toda su obra constituye una cumbre: una cumbre que no se había visto en Hispanoamérica desde los tiempos y los espacios de El Quijote, y esa cumbre victoriosa comienza –qué paradoja– en El Pozo.
Así se explica el orden de la literatura: una de sus cumbres comienza con un descenso a los infiernos, con una excavación en el alma humana, representada por Eladio Linacero, exaltada por Juan Carlos Onetti, donde esa alma que afirma que siente asco por todo es capaz también de imaginar las situaciones más inverosímiles y de captar de golpe la ternura y la belleza en cualquier situación de la vida cotidiana.
El mundo de Onetti está pues condensado en El Pozo: las prostitutas, la mugre, los países lejanos pero tan próximos a Montevideo o Buenos Aires –por la fuerte ola migratoria– la relación entre la literatura y la vida, la crítica a aquellos escritores demasiado cerebrales, la supremacía del sentir sobre el pensamiento: “Qué fuerza de realidad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga”, la tierna misoginia, la maravilla y el carácter inexplicable del amor, la santificación de la mentira, la certeza de que la plenitud de la vida es la juventud y de que ésta pasa rápido.
Todo el mundo de Onetti que posteriormente desarrollará en toda su novelística está concentrado en El Pozo, y el mismo Onetti de cuerpo entero está retratado en la figura de Eladio Linacero. De hecho la mejor manera de adentrarse en el mundo onettiano es leer de un tirón y preferentemente en la noche más densa o en la madrugada más insomne, tal y como Onetti la escribió, a esta novela inagotable que se ha mantenido invicta a lo largo de las décadas perdidas de nuestro siglo y del anterior.
Texto publicado originalmente en la Revista Viento en Vela
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